El futuro del sector agrario colombiano, entre 2026 y 2030, exige partir de una premisa esencial: el desarrollo rural no es un asunto sectorial ni técnico, sino un pilar constitucional a partir de la economía social de mercado para garantizar la efectividad del Estado social y democrático de derecho y, con ello, el respeto de los derechos al trabajo, la propiedad, la libertad económica e iniciativa privada, la libre competencia económica, los derechos sociales, el bienestar social y el desarrollo. LEA TAMBIÉN La Constitución reconoce simultáneamente que la empresa —pequeña, mediana y agroindustrial— es motor de productividad e innovación, y que el Estado tiene la responsabilidad de orientar la actividad económica hacia el bien común, corrigiendo desigualdades históricas y generando condiciones reales de seguridad, infraestructura, conectividad y competitividad.En esa perspectiva, la supuesta tensión entre agroindustria y campesinado es falsa: ambos son actores complementarios dentro de un mismo proyecto nacional. El campesinado aporta territorialidad, arraigo y un conocimiento ancestral del territorio; la agroindustria aporta tecnología, mecanización, capacidad exportadora e innovación. Cuando trabajan en entornos seguros, con infraestructura vial adecuada, crédito justo, políticas claras y presencia estatal efectiva, el desarrollo rural adquiere un dinamismo que beneficia a toda la sociedad. Por ello, la ruralidad no puede verse como un espacio periférico: es un componente estratégico del bienestar colectivo, de la garantía de la dignidad humana, de la seguridad alimentaria y de la prosperidad económica del país.Las problemáticas y diagnóstico del sector rural colombianoLa ruralidad colombiana concentra desafíos estructurales, pero también la mayor oportunidad de transformación territorial, social y económica.El primer fenómeno que debe considerarse es la expansión de los cultivos ilícitos. Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos y la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito, en 2023 Colombia alcanzó 253.000 hectáreas de coca, la cifra más alta desde que existen mediciones estandarizadas. Algunas fuentes indican que podría superar las 300.000 hectáreas en la actualidad. La producción potencial de clorhidrato de cocaína llegó a 2.664 toneladas, consolidando al país como el principal productor mundial. Para dimensionarlo, las 253.000 hectáreas equivalen a 2.530 km²: prácticamente todo el territorio de Luxemburgo o tres cuartas partes del departamento del Atlántico. Este fenómeno tiene implicaciones directas para el agro formal: alimenta estructuras armadas, desincentiva la inversión productiva, afecta la movilidad de bienes, deteriora la confianza empresarial y expande la extorsión en corredores rurales.Agroindustria.  Foto:Amexis MúneraEn segundo lugar, el territorio rural es el más afectado por la alteración del orden público y la seguridad.En efecto, desde hace varios años los grupos armados han creado corredores de movilidad estratégicos entre el nudo de Paramillo, el Macizo Colombiano, Sumapaz y Catatumbo, retomando áreas del Huila y Tolima y expandiendo su presencia delictiva en más territorio rural y urbano. Cometen infracciones sistemáticas al DIH, se diluyen en la sociedad civil, desarrollan operaciones de información e instrumentalización social para presionar diálogos y continúan su accionar en alianza con otros grupos o con la denominada Segunda Marquetalia. Además, combinan economías ilícitas con una ampliación del portafolio criminal y un incremento en la financiación desde la minería ilegal, la extorsión, la trata de migrantes, la trata de seres humanos, la suplantación de la autoridad y el confinamiento de la población —incluida afro e indígena—, así como la restricción a la comercialización de alimentos y medicinas y la imposición de normas de convivencia, actividades económicas, control social, tránsito de vehículos, circulación peatonal y restricciones de movilidad.A la fecha de proferirse por la Corte Constitucional las sentencias C-525 y C-542 de 2023, así como la C-036 de 2025, la Defensoría del Pueblo, basada en el monitoreo de su Sistema de Alertas Tempranas, ha manifestado preocupación por el aumento en la presencia del Clan del Golfo, la guerrilla del ELN y las disidencias de las Farc, además de las estructuras del crimen organizado, en varias regiones de la geografía nacional.Ello significa que, en medio de este problema estructural de orden público interno y, en consecuencia, de ausencia de paz, convivencia y tranquilidad, entre 2022 y 2024 Colombia enfrenta un aumento de más del 30 % en presencia de grupos armados de toda clase, con tendencia a incrementarse dramáticamente.En suma, en medio de este problema estructural, los ciudadanos están a merced de grupos armados o estructuras criminales que operan al margen de la ley en buena parte —y, por lo demás, muy importante— del territorio nacional.Al diagnóstico se suma el reclutamiento, el confinamiento y el desplazamiento forzado. A diciembre de 2023, el Registro Único de Víctimas reportaba 8,57 millones de personas desplazadas y más de 5 millones que continúan desplazadas internamente. Solo en el primer semestre de 2024 se registraron 96.844 personas desplazadas, especialmente en el corredor del Pacífico y el sur del país. En el primer semestre de 2025 se produjo el mayor desplazamiento forzado en un área del territorio nacional: más de 60.000 personas.El reclutamiento, el confinamiento y el desplazamiento forzado destruyen sistemas productivos, disuelven comunidades, frenan la seguridad alimentaria y afectan de manera desproporcionada a la población campesina, afro e indígena, que habita en zonas rurales y es la más pobre.Sin la preservación del orden público y la seguridad es imposible que la población rural, el productor pequeño o la empresa agroindustrial desarrollen una actividad económica sostenible y próspera que permita garantizar derechos constitucionales esenciales como el mínimo vital o el desarrollo económico. La violencia distorsiona decisiones productivas, incrementa costos, inhibe la inversión y deteriora la calidad de vida. Procaña advirtió en 2024 que la inseguridad está afectando gravemente la industria azucarera; gremios como Fedearroz, Fedecafé, Fedepalma y la SAC han expresado preocupaciones similares. El Departamento Nacional de Planeación encontró en 2024 que los agricultores que enfrentan violencia reducen su actividad agrícola en 12,41 %. LEA TAMBIÉN Para la Corte Constitucional, según lo señaló en la sentencia SU-426 de 2016, el derecho a la propiedad rural implica el derecho a no ser despojado y a producir sin miedo.La seguridad, por tanto, es un requisito para el ejercicio efectivo del derecho a la tierra y para la sostenibilidad de la economía rural.Garantizarla no significa militarizar los territorios, sino asegurar presencia integral del Estado: justicia agraria, vías terciarias, conectividad, servicios públicos, formalización laboral, programas de sustitución concertada, asistencia técnica y políticas coherentes de convivencia.La seguridad es una condición para la productividad, la competitividad y la seguridad alimentaria.El tercer componente crítico es la composición demográfica y socioeconómica del campo. Para 2023, el total de la población campesina era de 15.226.000 personas que se identificaron subjetivamente como campesinas dentro del total nacional. El 14,2 % de la población que residía en cabeceras era campesina —equivalente a 5.582.000 personas—. El 83,1 % de la población ubicada en centros poblados y en zona rural dispersa era campesina (9.644.000 personas), frente al 16,6 % que no se consideraba campesina (1.925.000 personas).¹El 54,4 % del total de la población campesina ocupada trabajaba como trabajador por cuenta propia, seguido por la posición ocupacional de obrero o empleado de empresa particular, con 24,7 %. La posición ocupacional con menor participación fue la de obrero o servidor público, con 2,2 %.² Por su parte, el desempleo nacional fue de 9,3 %, con una diferencia de -3,4 puntos con respecto a la población no campesina.³En 2024, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) publicó el estudio “Fragmentación y distribución de la propiedad rural en Colombia”. Allí señaló que departamentos como Antioquia, Cundinamarca y Boyacá presentaban un alto grado de fragmentación, pues casi el 80 % del territorio estaba constituido por microfundios, mientras que Vichada o Caquetá contenían predios de mediana propiedad o latifundios.⁴ Esta situación evidenciaba un contraste entre la participación en el total de predios y el área que representaban. Mientras Boyacá, Cundinamarca y Antioquia representaban el 3,81 %, 4,08 % y 9,68 %, respectivamente, el Meta representaba el 9,32 % del área y solo un 2,58 % de los predios a nivel nacional. A su turno, Vichada representaba un 5,89 % del territorio y menos del 1 % de los predios del país.Colombia se caracteriza por una marcada desigualdad en la distribución de la tierra, acompañada de una alta fragmentación. Esta situación, según el IGAC, tiene un impacto directo en la justicia social y en la equidad en el acceso a la tierra, el desarrollo rural sostenible, la influencia de la concentración de la tierra en la productividad agrícola, la seguridad alimentaria, el desarrollo económico regional y la gestión ambiental. Además, “la distribución de la propiedad predial tiene implicaciones considerables en procesos como el ordenamiento social de la propiedad, la participación política y la toma de decisiones a nivel local en las áreas rurales del país”.En materia económica, la participación del agro en el PIB muestra una tendencia descendente a lo largo del tiempo. Según el DANE y el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, en el primer trimestre de 2024 el sector aportó 9,7 % de valor agregado y 8,4 % del PIB. Sin embargo, hacia 1965 representaba cerca del 25 % del PIB, y entre 2002 y 2010 estaba alrededor del 7 %. LEA TAMBIÉN La estabilidad reciente es positiva, pero evidencia que el país opera por debajo de su potencial: Colombia tiene más de 22 millones de hectáreas aptas para la agricultura, pero solo 5,3 millones están cultivadas, muchas de ellas con cultivos ilícitos. Esto representa una de las mayores brechas de desarrollo del continente.A ello se suma un grave déficit de servicios públicos: 3,2 millones de colombianos no tienen acceso a agua potable, 2,6 millones en zonas rurales; el 75 % de los municipios rurales tiene coberturas de acueducto, alcantarillado y aseo inferiores al 30 %; el 79,8 % de las instituciones educativas rurales carece de internet; y solo el 46,3 % de los hogares rurales tiene conexión fija, frente al 83,2 % en las zonas urbanas. Este déficit impacta directamente la productividad agrícola lícita del sector.Además de lo anterior, el campo soporta con mayor rigor los efectos de los desastres naturales, del calentamiento o enfriamiento global, de los fenómenos de La Niña o El Niño y, en general, del cambio climático, con grave afectación de la biodiversidad.La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 comprendió, con una claridad vigente hasta nuestros días, que la crisis colombiana era, en buena medida, una crisis del campo. En marzo de ese año, Horacio Serpa Uribe presentó el proyecto “sector agropecuario”, donde afirmó que la falta de vocación agraria del Estado había generado un modelo rural excluyente, improductivo y profundamente desigual. Señaló que, pese a la abundancia de tierras fértiles, agua y recursos, en el campo colombiano no existían condiciones básicas de seguridad social, educación, infraestructura ni servicios públicos. Para los constituyentes, el rezago rural no era un fenómeno aislado: era el núcleo de muchas de las fracturas económicas, sociales y armadas del país.El 29 de mayo de 1991, los constituyentes Angelino Garzón, Mariano Ospina Hernández y Carlos Ossa Escobar, entre otros, presentaron una propuesta integral sobre derechos agrarios. Reconocieron el papel central del campesinado y del sector agropecuario en la economía, subrayaron la necesidad de impulsar la asistencia técnica, el crédito rural, la infraestructura, la organización comunitaria y la dignificación del trabajo campesino. Advirtieron que la concentración de la tierra, la dispersión minifundista y los procesos de colonización desordenada limitaban el desarrollo rural, y señalaron la importancia de proteger los recursos naturales, promover la pesca, el sector forestal y la agroindustria como elementos complementarios. La Asamblea insistió en que la producción de alimentos era un asunto de interés nacional, indispensable para la dignidad, la paz y el progreso económico. Muchos de los problemas que identificaron —desigualdad, violencia, falta de infraestructura, dispersión institucional— persisten hoy, pero su visión permitió que la Constitución sentara las bases para una política agraria integral orientada al bienestar general y a la justicia social.Agroeconomía.  Foto:Oswaldo RochaEl marco constitucional para la acción ruralLa Asamblea Nacional Constituyente fijó el marco constitucional que ofrece lineamientos estructurales para guiar la política rural.El artículo 64 de la Constitución Política de 1991 previó un marco de especial protección para los campesinos al establecer que es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra para los trabajadores agrarios —en forma individual o asociativa—, así como garantizar sus derechos a la educación, salud, vivienda, seguridad social, recreación, crédito, comunicaciones, comercialización de productos y asistencia técnica y empresarial, con el fin de mejorar su ingreso y su calidad de vida. La determinación constitucional de deberes estatales específicos en favor de los trabajadores agrícolas respondió a la necesidad de mejorar las condiciones de vida de la población campesina, cuya vulnerabilidad y marginación económica fueron reconocidas como causas de la conflictividad social que la Carta de 1991 pretendía atender.Dentro de las consideraciones expresadas por los integrantes de la Comisión Quinta de la Asamblea Nacional Constituyente para justificar la formulación de derechos agrarios, se reconoció que la pobreza del campo, el despojo de la tierra, la inequidad en la propiedad rural y el fracaso de los intentos de reforma agraria eran problemas cuya solución era indispensable para lograr la paz y el desarrollo económico.Así, el artículo 64 de la Constitución de 1991 fue el resultado del reconocimiento, por parte del Constituyente, de que los habitantes de la ruralidad enfrentaban una mayor vulnerabilidad económica y social, a la que había que responder con la democratización de la propiedad rural y con inversiones orientadas al desarrollo del campo. En la ponencia presentada para el primer debate en plenaria de la Asamblea Nacional Constituyente se afirmó:“…La tierra como bien productivo se sustrae en alto grado del racional aprovechamiento social, originado por una inadecuada apropiación territorial, que se expresa en la concentración latifundista, dispersión minifundista y colonización periférica depredadora. Esta concurrencia de factores negativos hace que las necesidades de la población se hallen insatisfechas ante la ausencia de un desarrollo integral equitativo, sostenido y armónico, que permita el pleno empleo de los recursos productivos desde el punto de vista estratégico, económico y social…”“Se busca, por lo tanto, una democratización de la propiedad, entendida como el derecho al acceso productivo, incorporando diversas formas de tenencia y organización privada, familiar y asociativa de la economía solidaria, articulando este proceso como parte integral de la asistencia técnica, la educación y formación de los trabajadores del campo…”Campo colombiano.  Foto:Santiago Saldarriaga. EL TIEMPOPara los constituyentes, la necesidad de democratizar la propiedad rural no solo estaba asociada a fines económicos o de redistribución de la riqueza, sino también a la ampliación del poder político hacia sectores históricamente marginados de su ejercicio, como los campesinos. La Asamblea Nacional Constituyente discutió ampliamente el problema de la redistribución de la propiedad rural al debatir lo que posteriormente serían los artículos 58 y 64 de la Constitución. Representantes de distintos sectores sociales y políticos coincidieron en la importancia de redistribuir y sanear la propiedad rural, de reconocer la función social de la propiedad y de mejorar las condiciones de acceso a los mercados para los trabajadores del campo. En esas discusiones, el reparto de la tierra se planteó igualmente como un mecanismo de democratización del poder.Así, los deberes que el artículo 64 de la Constitución de 1991 impuso al Estado para mejorar el ingreso y la calidad de vida de los campesinos tenían como objetivo saldar la deuda histórica del país con esta población y garantizar la satisfacción plena de su ciudadanía. El hecho de que los derechos reconocidos a los campesinos estuvieran formulados como derechos sociales y económicos, dirigidos a un sujeto trabajador, llevó a que en un primer momento la jurisprudencia constitucional interpretara esta protección como un mandato programático. LEA TAMBIÉN El artículo 65, reformado en 2024 con fundamento en lo señalado por la Corte Constitucional en la Sentencia C-300 de 2022, reconoce el derecho a una alimentación adecuada, ordena garantizar la soberanía y la seguridad alimentaria y protege simultáneamente las actividades agroindustriales, agroecológicas y campesinas.También, la Constitución incorporó como eje axial el sistema de economía social de mercado, fundamental para el sector empresarial y, en general, para el desarrollo del campo. Este modelo, propio de un Estado social y democrático de derecho, parte de que la dirección general de la economía está a cargo del Estado, pero reconoce al mismo tiempo el valor estructural del mercado y de la empresa privada como motores de desarrollo y generadores de riqueza. Así lo ha reiterado la Corte Constitucional en sentencias como la C-032 de 2017 y la C-830 de 2010, al señalar que “el Estado constitucional colombiano es incompatible tanto con un modelo del liberalismo económico clásico (…) como con modalidades de economía de planificación centralizada”, y que la Constitución adopta un modelo de economía social de mercado “que reconoce a la empresa y, en general, a la iniciativa privada, la condición de motor de la economía”, aunque sometida a límites razonables orientados a proteger el interés general.Ese equilibrio tiene una expresión especialmente relevante en el sector agrario, donde confluyen la libre empresa, la seguridad alimentaria y la obligación estatal de corregir fallas estructurales del mercado rural. La sentencia C-263 de 2011 precisó que la Constitución admite a la empresa como motor del desarrollo, pero, al mismo tiempo, “asigna al Estado no sólo la facultad sino la obligación de intervenir en la economía con el fin de remediar las fallas del mercado y promover el desarrollo económico y social”. En el campo, esto implica garantizar condiciones para que tanto los grandes proyectos agroindustriales como los pequeños y medianos productores puedan competir, innovar, generar empleo y aportar al abastecimiento nacional.Las libertades económicas —que la jurisprudencia reconoce como facultades para desarrollar actividades productivas según preferencias y habilidades— también adquieren un matiz agrario. Campesinos, asociaciones agrícolas, cooperativas y empresas agroindustriales ejercen la libertad de empresa y de competencia para sostener su patrimonio y contribuir al bienestar colectivo. Sin embargo, como lo ha indicado la Corte, esas libertades no son absolutas: pueden ser restringidas cuando lo exijan “el interés social, la protección del ambiente y del patrimonio cultural de la Nación”, siempre bajo los principios de razonabilidad y proporcionalidad. En el campo, esto se traduce en reglas de uso del suelo, medidas para proteger ecosistemas estratégicos y políticas que aseguren que la actividad económica no ponga en riesgo el equilibrio natural ni la sostenibilidad alimentaria.La llamada Constitución económica —que integra normas sobre propiedad, contratación, derechos laborales, intervención estatal y supervisión de sectores estratégicos— estructura también la actividad agrícola. Desde esta perspectiva, la agricultura y la agroindustria no son simplemente sectores productivos: son ámbitos constitucionalmente regulados, donde el mercado debe operar “bajo el imperio del Derecho y orientado al bien común”, mientras el Estado actúa como guía, árbitro e impulsor, corrigiendo desigualdades históricas y garantizando la inclusión de quienes han enfrentado barreras estructurales para competir en condiciones de equidad.Por ello, el modelo económico constitucional no admite extremos. No responde a lógicas liberales absolutistas ni a esquemas estatistas rígidos: rechaza tanto “el dogma de un mercado absolutizado” como “el estatismo asfixiante”. El Constituyente concibió un orden económico flexible pero normativamente vinculado, que admite diversas políticas agrarias e industriales, siempre que respeten la justicia, la dignidad y los derechos fundamentales. En este marco, el sector agrario se concibe como un escenario donde la innovación empresarial, la asociatividad rural, la competencia y la inversión deben armonizarse con la intervención estatal, la sostenibilidad ambiental y la garantía de la seguridad alimentaria del país.En síntesis, la economía social de mercado aplicada al agro colombiano exige que las empresas del sector —desde las grandes agroindustrias hasta los pequeños productores campesinos— actúen con responsabilidad social y en función del interés general, mientras el Estado garantiza condiciones reales de competitividad, acceso a recursos, infraestructura, seguridad y protección ambiental. Solo así la libertad económica en el campo puede traducirse en prosperidad compartida, reducción de desigualdades y cumplimiento efectivo del mandato constitucional de construir un orden económico justo, sostenible y orientado al bienestar de toda la población. LEA TAMBIÉN El desarrollo jurisprudencial: especial protección del agro y del campesinadoDe conformidad con lo anterior, la Corte Constitucional ha profundizado el mandato de protección al sector rural, al ambiente y a la población campesina.Las sentencias C-590 de 1992, C-021 de 1994, C-615 de 1996 y C-508 de 1997 desarrollaron el alcance de los artículos 64 y 65 de la Constitución de 1991 en términos de mandatos de fomento de la economía campesina. De esta primera línea jurisprudencial surgió una regla constitucional de promoción de derechos en favor de la población campesina, sustentada en el reconocimiento de deberes estatales específicos para materializar los derechos económicos y sociales de este grupo poblacional.Con posterioridad, el precedente avanzó hacia el reconocimiento de los campesinos como sujetos de especial relevancia constitucional, o incluso de especial protección constitucional, ya sea plena o parcial. Esta aproximación se apoyó en: (i) el deber estatal de adoptar medidas en favor de grupos discriminados o marginados para lograr su igualdad real y efectiva, previsto en el inciso segundo del artículo 13; y (ii) la comprobación de las condiciones de vulnerabilidad y discriminación histórica que han enfrentado las poblaciones campesinas, así como los riesgos derivados de los cambios en los modos de producción de alimentos y en el uso y explotación de los recursos naturales.Así, en la Sentencia C-006 de 2002, la Corte señaló que la Constitución otorgaba a los campesinos un tratamiento diferenciado justificado en la necesidad de lograr la igualdad económica y social de una comunidad “históricamente condenada a la miseria y la marginación social”. Más adelante, en la Sentencia C-180 de 2005, al resolver una demanda contra los artículos 21 (parcial) y 85 (parcial) de la Ley 160 de 1994 —que establecían beneficios diferentes para campesinos y comunidades indígenas en programas de acceso a la propiedad rural—, la Corte concluyó que ambos grupos tenían una especial relevancia constitucional para acceder a la tierra y, por tanto, debían recibir medidas de promoción. No obstante, aclaró que no compartían el mismo estatus de sujetos de especial protección constitucional: mientras la propiedad colectiva ha sido reconocida como un derecho fundamental de las comunidades indígenas, la propiedad privada solo adquiere tal carácter en condiciones excepcionales.En la Sentencia C-644 de 2012, la Corte reconoció que los esfuerzos legislativos y administrativos para lograr una reforma agraria que desconcentre la propiedad rural y mejore las condiciones de vida de la población campesina no han tenido éxito. Reiteró, además, que los campesinos siguen siendo una población especialmente vulnerable, y que esa vulnerabilidad se ha agravado desde la entrada en vigor de la Constitución de 1991. Con base en ello, concluyó que los mandatos previstos en los entonces artículos 64 y 65 no son solo criterios de validez de las normas, sino también criterios de eficacia y justicia que deben orientar tanto al juez constitucional en su labor interpretativa como al legislador en el ejercicio de sus competencias económicas.Tras analizar la Constitución económica y las implicaciones del mandato de acceso progresivo a la propiedad rural del artículo 64 original, la Corte afirmó que este exige “una estrategia global, pues sólo así el campesino —como sujeto de especial protección— mejora sus condiciones de vida. Esto, desde la creación de condiciones de igualdad económica y social, hasta su incorporación a los mercados y sus eficiencias”. En suma, “el orden constitucional establecido con relación al campo destaca al campesino como sujeto de especial protección constitucional, como personas vulnerables por sus condiciones sociales y económicas. En no pocos aspectos, en todo caso, su tratamiento jurídico constitucional y legal es diverso (…)”.Finalmente, en la Sentencia C-077 de 2017 —controlando normas de la Ley 1776 de 2016, que crea las zonas de interés de desarrollo rural, económico y social—, la Corte recordó que la jurisprudencia ha reconocido a los campesinos y trabajadores rurales como sujetos de especial protección constitucional en determinados escenarios, debido a las condiciones de vulnerabilidad y discriminación históricas que han enfrentado.Campesinos colombianos.  Foto:Julián Ríos Monroy. EL TIEMPOA pesar de que la situación de los campesinos no era análoga a la de los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes, la Corte aclaró que la jurisprudencia había destacado la importancia de las significaciones culturales, sociales y económicas que algunas comunidades —distintas a las minorías étnicas— construyen con su territorio. Esto, especialmente en contextos en los que el entorno es decisivo para que la persona o el grupo familiar acceda a un ingreso mínimo para su sustento y, en términos más amplios, para desarrollar las actividades que sostienen su proyecto de vida.Por otra parte, indicó que para la población campesina el nivel de vulnerabilidad es indisociable de su relación con la tierra y con el campo. Así, la Corte reconoció en el campo no solo un espacio geográfico, sino un bien jurídico de especial protección constitucional, cuya salvaguarda es necesaria para garantizar el conjunto de derechos y prerrogativas que permiten esa forma de vida de los trabajadores rurales, amparada constitucionalmente. Entendió, además, que las personas campesinas entretejen una relación con la tierra que las orienta como individuos y comunidades, y que posibilita el desarrollo de sus vínculos sociales, culturales y económicos.La comprensión de los campesinos como sujetos de especial protección constitucional —titulares de derechos de manera preferente para superar la situación de vulnerabilidad y marginación en la que se encuentran— fue reiterada por la Corte en las sentencias C-077 de 2017, C-028 de 2018 y C-300 de 2021.El paulatino reconocimiento de los campesinos como sujetos de especial protección permitió concluir que el artículo 64 de la Constitución de 1991 constituía: (i) un título para que el Estado interviniera con el fin de fortalecer el acceso a la propiedad de los trabajadores agrarios mediante la adjudicación de baldíos y la limitación a la enajenación de los ya adjudicados; (ii) una norma programática que requería la implementación de medidas legislativas para su cumplimiento; (iii) un deber de especial protección que exige considerar los múltiples factores que inciden en la vulnerabilidad y marginalidad del campesinado; y (iv) un derecho constitucional de los trabajadores agrarios a acceder a la propiedad. LEA TAMBIÉN A su turno, en la Sentencia SU-426 de 2016, la Corte vinculó la seguridad rural con el derecho a la tierra, recordando que el campesino debe poder producir sin miedo. Durante la pandemia, las sentencias C-218 y C-393 de 2020 protegieron a los trabajadores agrarios para asegurar la producción alimentaria. Más recientemente, en la Sentencia SU-545 de 2023, el tribunal amparó a comunidades involucradas en procesos de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos.La Sentencia C-300 de 2021: un hito en la relación entre agro, ambiente y comunidad campesina. Este fallo es uno de los desarrollos más relevantes del constitucionalismo rural reciente. La Corte abordó allí la tensión entre la protección de ecosistemas estratégicos —en especial, los páramos— y los derechos del campesinado.El tribunal afirmó que los páramos son esenciales para la regulación del ciclo hídrico, la captura de carbono y la protección de la biodiversidad, y que las actividades productivas deben ser compatibles con su conservación. Sin embargo, rechazó la visión que presenta a los campesinos como amenaza ambiental. Destacó que estas comunidades han desarrollado por siglos prácticas de uso del suelo sostenibles, de bajo impacto y compatibles con los ecosistemas de alta montaña.La Corte sostuvo que el campesinado no es un agente externo, sino un actor histórico del territorio, cuyo conocimiento ancestral es clave para la sostenibilidad. Reconoció que su participación en procesos de conservación, restauración y monitoreo es esencial, y advirtió que excluir a estas comunidades de las decisiones sobre páramos vulnera sus derechos y debilita la gobernanza ambiental. Subrayó, además, que la transición hacia modelos productivos sostenibles debe ser concertada, gradual y acompañada por el Estado, sin imponer cargas desproporcionadas sobre poblaciones vulnerables.El tribunal concluyó que proteger los páramos no significa expulsar a quienes los habitan, sino apoyarlos mediante asistencia técnica, reconversión productiva, sustitución gradual y fortalecimiento organizativo. Con ello, consolidó un modelo de conservación con enfoque de derechos humanos.En la Sentencia C-340 de 2025, que revisó el proyecto de Ley Estatutaria sobre la integración de la jurisdicción agraria y rural, la Corte reiteró que la soberanía alimentaria comprende la potestad de los Estados de definir sus procesos de producción de alimentos, garantizando el respeto y preservación de las comunidades de producción artesanal y de pequeña escala —como las campesinas y pesqueras— en reconocimiento de su cultura y diversidad.Ganaderos y agricultores. Foto:Archivos particularesLa Corte sostuvo que es posible que, como consecuencia de la decisión estatal de privilegiar ciertos mecanismos para mejorar la disponibilidad y accesibilidad de alimentos, surjan tensiones con los derechos a la seguridad alimentaria, la identidad cultural y la diversidad de estas comunidades. En tales casos, recordó que:i) se deben proteger las prácticas tradicionales de producción de grupos minoritarios (indígenas, comunidades negras y campesinos) dada la relación entre estas comunidades, su territorio y su cultura; ii) en proyectos o decisiones sobre desarrollo sostenible debe prevalecer el interés de estas comunidades cuando su alimentación dependa de los recursos que explotan tradicionalmente; iii) cuando su sustento dependa de la explotación del ambiente mediante medios tradicionales, el Estado debe garantizar su participación y concertación en decisiones que puedan afectarlo; iv) existe la obligación estatal de mantener el “espacio vital” donde las comunidades tradicionales ejercen sus oficios; v) si este “espacio vital” se afecta, deben concertarse medidas de compensación con la comunidad, no necesariamente económicas; y vi) el mandato de protección ambiental y el modelo de desarrollo sostenible implican restricciones al uso de ecosistemas donde estas comunidades ejercen sus oficios, pero cualquier intervención estatal o privada debe garantizar la “sostenibilidad social” y diseñar medidas de compensación proporcionales y eficaces (como apoyos alimentarios transitorios, capacitaciones, acceso a créditos o insumos productivos).En conclusión, la jurisprudencia de la Corte Constitucional ha sido uno de los pilares más sólidos en la construcción de un orden jurídico que reconoce el valor del campo, el papel esencial del campesinado, la centralidad de la producción de alimentos y la obligación de proteger el ambiente. Gracias a sus decisiones, los mandatos constitucionales en materia agraria dejaron de ser simples declaraciones programáticas para convertirse en herramientas reales de transformación, capaces de orientar políticas públicas, corregir inequidades históricas y proteger a quienes, desde el territorio, sostienen la vida y la economía del país. La labor de la Corte honra el espíritu de la Constitución de 1991 y reafirma que el desarrollo rural, la dignidad campesina y la sostenibilidad ambiental no son metas aisladas, sino componentes inseparables de un proyecto nacional más justo, incluyente y humano.El futuroEl diagnóstico del campo colombiano es complejo, pero el potencial es enorme. Colombia cuenta con tierras fértiles, una diversidad agroecológica excepcional, una población campesina resiliente y un sector empresarial innovador. El reto para 2026–2030 —y, ojalá, para el período 2030–2050— debe ser consolidar una alianza estratégica entre el Estado, el campesinado y la agroindustria, guiada por la Constitución y respaldada por políticas públicas coherentes. Esa alianza exige seguridad, infraestructura, conectividad, crédito justo, ciencia, tecnología, asistencia técnica y un entorno estable y predecible. Pero también exige confianza mutua, respeto por las diferencias y el reconocimiento del aporte de cada actor. LEA TAMBIÉN La estigmatización de los trabajadores y de los productores agrícolas y pecuarios, sean pequeños o medianos, y de las organizaciones que los representan no solo es inconveniente, sino contraproducente para el desarrollo rural. En un Estado Social y Democrático de Derecho, donde la economía social de mercado es un eje fundamental, se requiere cooperación entre el sector público y el sector privado, no confrontación. Las autoridades, además, tienen el deber constitucional de garantizar condiciones de seguridad, orden público y estabilidad económica que permitan a todos los actores —campesinos, trabajadores, pequeños y medianos productores y empresas agroindustriales— desarrollar sus proyectos productivos sin miedo y con reglas claras.Desconocer el papel de los campesinos, trabajadores rurales y productores debilita los espacios de concertación, rompe la confianza necesaria para atraer inversión y fragmenta un sector que solo puede avanzar si actúa de manera coordinada. Ellos han contribuido durante décadas a la asistencia técnica, la cooperación internacional, la estabilización de ingresos y la apertura de mercados, y constituyen la vida activa del campo y del tejido empresarial rural.El país necesita que todos los actores —comunidades rurales, cooperativas, gremios y autoridades— trabajen juntos para impulsar la productividad, la seguridad alimentaria y la prosperidad rural. La unidad, no la confrontación, es la condición para que el agro colombiano despliegue todo su potencial y se convierta en un motor de desarrollo incluyente, sostenible y territorialmente equilibrado.El sector agrícola colombiano posee un potencial excepcional, sustentado en su diversidad climática, su capacidad productiva y la creciente demanda global de alimentos diferenciados. El café sigue siendo un orgullo nacional: Colombia es el principal productor mundial de café arábigo suave lavado y, según la Federación Nacional de Cafeteros, sus exportaciones superan los 4.000 millones de dólares anuales. El aguacate Hass se ha consolidado como una de las mayores promesas agroexportadoras: de acuerdo con el DANE y el Ministerio de Agricultura, el país pasó de exportar 11.000 toneladas en 2015 a más de 124.000 en 2023, conquistando mercados como Estados Unidos, la Unión Europea y China. La floricultura, por su parte, es un ejemplo de competitividad global: según Asocolflores, Colombia es el segundo exportador de flores del mundo y el primero hacia Estados Unidos, con ventas superiores a los 2.000 millones de dólares al año. A estos productos se suman el cacao fino de aroma —reconocido internacionalmente por su calidad—, el banano, el plátano, la lima Tahití, el mango y las cadenas agroindustriales de palma y caña, todas con crecimiento sostenido.Además, según el Ministerio de Agricultura, Colombia cuenta con más de 22 millones de hectáreas aptas para la agricultura, pero menos de una cuarta parte está cultivada. Este margen de expansión es extraordinario y demanda sacar de esos territorios las economías ilegales para abrir paso a un desarrollo agrario sostenible y digno, tanto del pequeño productor como del empresario agroindustrial. Todo ello confirma que el país tiene condiciones singulares para consolidar un modelo agroexportador competitivo, ambientalmente sostenible, generador de bienestar rural y con sentido social.El agro no es un sector marginal: es un pilar del desarrollo nacional. Un campo seguro es un campo productivo; un campo productivo es un campo competitivo; y un campo competitivo es la base de una Colombia más próspera, más equitativa y más integrada.La Constitución ofrece el marco normativo esencial, desarrollado por la ley y por la jurisprudencia constitucional. La historia ya nos dio la lección y la evidencia nos entrega el diagnóstico.Ahora corresponde a los actores públicos y privados —a ustedes, protagonistas de este sector— convertir este momento en una oportunidad histórica: la ocasión de transformar el campo, dignificar al campesinado, impulsar la actividad productiva, garantizar el desarrollo, la prosperidad y el bienestar rural, y consolidar la paz territorial a partir del desarrollo productivo, la concordia y la justicia social.Mientras ustedes avanzan en esa tarea, a nosotros, como jueces, nos corresponde velar por el orden constitucional, la protección y la efectividad de los derechos humanos, y la defensa y preservación del Estado de Derecho y del Estado Social y Democrático de Derecho.Jorge Enrique Ibáñez NajarPresidente de la Corte Constitucional

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